Siempre dispuesto
Adalberto Herrera Reinoso, fue un lanzador eficiente. Nació el 4 de septiembre de 1950 y falleció el 11 de diciembre de 2006. Llegó jovencito a la pelota y se le entregó en cuerpo y alma. Me sorprendió su muerte, cuando avanzaba por la quinta década de vida. Hicimos amistad en la XI Serie (1971-72). Él respetado, yo un diletante.
Entonces no había especialidades, los lanzadores, salvo raras excepciones, abrían y relevaban. En esa temporada, lanzó en dieciocho desafíos, adornado por anécdotas. Integró el Vegueros que, el 20 de febrero de 1978, nos dio el gran alegrón, al convertirnos en campeones bajo las órdenes de José Miguel Pineda, su predilecto.
Las cosas le “caían del cielo”, en momentos complejos o sublimes. Algunos, como David Sánchez y Roilán Hernández, le llamaron La Carta, por su eficiencia en el box, con estirpe diplomática, de ahí lo de Ministro. No buscaba problemas, servía de consejero, dispuesto a parlamentar.
Cuando se preparaba para lanzar, lo hacía como si tuviera problemas en el brazo, los bateadores iban más confiados y los sorprendía con la dura recta en la zona buena, pegada y bajita. De eficiente curva y control, lo hacía por encima del brazo y de costalazo, su arma mortal.
Compañero inseparable de Leonildo Martínez. Enamorado y parrandero, sabía cuidarse para jugar. Fue, pudiéramos llamarle así, el ahijado de su coterráneo Emilio Salgado. Cuando andábamos por la Isla, salía a pasear, a conocerlo todo, no permanecía tranquilo. Observaba la idiosincrasia de cada pueblo y lograba metamorfosearse cual camaleón, para evitar algún disgusto.
A veces conversábamos sobre su vida íntima, necesitada de cariño. Quizás por eso se entregó a disipar las penas, con sobredosis de alcohol. La debilidad de carácter no empañó su noble corazón. Entonces, sus ojos se nublaban para dar riendas sueltas a la imaginación. Ahí les va una anécdota que me contó:
En 1974, cuando Catibo dirigía, se jugó en Los Palacios. Ya Emilio no era ni la sombra de lo que fue, la vida lo había llevado recio y, posteriormente, se le incorporó la dolencia que lo llevó a la tumba:
- Catibo, quiero que me des la bola hoy, ¡en mi pueblo!
- Sanga, ya se la di al Ministro, que también es de aquí y es a quien le corresponde.
- Se viró para Adalberto y le dijo: ¡Menos mal que tú eres de aquí, porque si
no, Catibo tenía que darme la bola a mí, que soy Emilio Salgado!
Pero no era la tarde del Ministro, quien explotó en el tercer inning. Entonces Catibo trajo al box a Salgado, quería que todo quedara en casa. Cuando este último llegó al box, comentó:
- Acompaño tus sentimientos, pero aquí tenía que pichear yo.
El discípulo solo sonrió:
- Lo que se le ocurre a este negro, no se le ocurre a nadie.
Y, si mal no recuerdo, ganamos el juego.
Juan A. Martínez de Osaba y Goenaga.
Octubre de 2020.
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